La pieza forma parte de un tríptico fotográfico realizado por Francisco Fernández sobre el Palacio de las Columnas o de los Condes de Luque, cuya composición enmarcada responde a las dimensiones 75 x 39'5 cm, y cada fotografía, 23 x 15 cm.
Bajo las fotografías, la firma de Francisco Fernández (Fco. Fernández, fgº 1995) en el paspartú y un texto impreso: "A Antonio Carvajal Milena, /por su gestión como vicedecano de la / Facultad de Traducción e Interpretación / (1994-1998)
Esta fotografía centrada en el mascarón del Palacio de las Columnas o de los Condes de Luque, trasciende el registro documental para convertirse en una obra de vocación expresiva y conceptual. El autor aisla visualmente el motivo escultórico mediante un encuadre cerrado y frontal que niega el contexto arquitectónico, otorgando al mascarón una centralidad simbólica y casi totémica. La imagen se configura como un retrato, donde la piedra parece cobrar una inusitada vitalidad a través del ojo de un fotógrafo como Francisco Fernández, cuya principal línea de trabajo se centra en la retratística.
La simetría de la composición monumentaliza el detalle. El mascarón, de facciones infantiles y mirada alzada, aparece como fuente generadora de un soplo vegetal que brota de su boca y que remite a las personificaciones clásicas de los vientos —Céfiro, Bóreas—, cuyas bocas eran representadas como emisoras de brisas o tormentas. El fotógrafo recoge esta iconografía ancestral y la traduce en un signo ambiguo, donde lo escultórico y lo atmosférico, lo material y lo intangible, confluyen en una imagen cargada de resonancias simbólicas.
El uso del blanco y negro no es aquí un recurso nostálgico, sino una elección deliberada que depura la imagen de referencias temporales o anecdóticas. La escala tonal de los grises, rica en matices, permite una lectura pausada de los volúmenes y refuerza la dimensión atemporal del motivo. En este juego de sombras y planos, el mascarón se convierte en un signo ambiguo, entre lo humano y lo alegórico, la arquitectura y la naturaleza, el pasado y su persistencia estética en el presente.
En definitiva, esta fotografía no ilustra un ornamento arquitectónico: lo interpreta. A través de su mirada, Francisco Fernández reconfigura el sentido del detalle clásico, dotándolo de una nueva autonomía formal y simbólica. El mascarón, arrancado de su función, se convierte en una imagen-límite, donde se condensan la memoria del arte y la potencia poética del fragmento.