Luis Casablanca realiza una serie de esculturas denominadas habitables, vestidos huecos, diseños imposibles construidos a base de diferentes materiales que van desde el papel al cartón. Entre ellas destacan las que reproducen el carácter de ocho mujeres lorquianas a través de diseños que, lejos de introducirse en patrones de vestuario, conjugan fuerza expresiva y metáfora, en tanto que se presentan como vestidos para un papel de teatro. A través de Belisa (“Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín”, 1933); Bernarda, Adela, María Josefa (“La Casa de Bernarda Alba”, 1936); Doña Rosita (“Doña Rosita la Soltera o el lenguaje de las flores”, 1935); Yerma (“Yerma”, 1934); Zapatera (“La Zapatera Prodigiosa”, 1930) y Soledad Montoya (“Romance de la pena negra”, 1928) el autor crea ocho piezas que sirven como imágenes de una parte del imaginario femenino de la literatura española.
Yerma, la protagonista de la tragedia lorquiana, se define por una pasión vital intensa y trágicamente frustrada. Es un personaje de profunda raigambre telúrica, ligada a los ciclos de la naturaleza y al deseo de la maternidad, concebido no solo como un anhelo personal, sino como un deber. Su personalidad se moldea por una tensión constante entre su rica vida interior, llena de un amor desbordante y una sensualidad reprimida, y la realidad estéril impuesta por su matrimonio. Su evolución, desde una resignación inicial, marcada por la honra y el respeto a las convenciones, hasta una desesperación que la consume, la transforma en una figura de dignidad trágica, cuya fuerza reside en su inquebrantable voluntad de ser madre y en la pureza de su propósito, incluso cuando la lleva a la transgresión final.
Es una encarnación del contraste lorquiano: la vida (la fecundidad deseada) aprisionada por la sequedad (la esterilidad), convirtiéndola en un símbolo universal de la frustración creativa y la opresión de los instintos. De este modo, la escultura titulada Yerma, la belleza y el dolor de la herida se ciñe al cromatismo de la tierra, haciendo uso del marrón y el ocre anaranjado. La figura femenina se evidencia en el ceñido corpiño con peplum, con escote abierto y costadillos cosidos con hilo bramante, y la falda, midi y de amplio volumen.
Este conjunto de obras está formado, según Mar Garrido, por vestidos-cuerpo. Se trata de esculturas, trajes o, en definitiva, formas que adquieren corporeidad a partir del patrón, de los plegados de las faldas o los ceñidos corsés deshabitados, y nos acercan a mujeres a quienes, conozcamos o no, intuimos a partir de la ausencia de sus cuerpos y gracias a los colores y estructuras de sus ropas.
No podemos entender estas piezas sin ponerlas en relación con la práctica profesional y la formación del artista, en cuya producción abundan los bocetos de moda, diseños de sombreros, zapatos y vestiduras de carácter diverso que se completan con estas esculturas habitables e instalaciones donde, al mezclar objetos cotidianos como una cafetera, un zapato o un perchero envueltos en fieltro gris, Casablanca nos introduce en el concepto de tiempo neutro y, del mismo modo que los vestidos transmiten la esencia de la corporeidad que encierran, cada pieza alcanza su verdadero significado.